viernes, 5 de septiembre de 2025

Hornié a mis perritas (dos veces).






Me dicen el Chilango Rifado. No por nada, sino porque en mis tiempos mozos fui un pollero de primera, de los que cruzaba a la gente por el río Bravo o por el desierto de Sonora sin que ni la Migra ni los malditos rinches nos cacharan. Conozco cada vereda, cada agujero en la malla, como la palma de mi mano callosa. Ahora ya no me dedico a eso, la verdad. Me cansé de cargar con la responsabilidad de vidas ajenas. Ahora solo cargo vigas de acero y costales de cemento en obras en el corazón de Nueva York y sus alrededores


Después del jale, lo mío es encerrarme en mi motorhome, que es más viejo que mis sueños, encender un porro gordo como el brazo de un niño y desconectar. Mis únicos compas aquí, en esta ciudad de concreto que nunca duerme y donde nadie te ve, son mis dos perritas, Lola y Chata. Dos yorkshire terrier valientes que se vinieron conmigo desde Tlalnepantla. Flacas, nerviosas y con unos ojotes saltones que parece que traen algo metido en el culo.


Lola

Chata



El otro día, un viernes de esos que el cuerpo te pide a gritos olvidar la semana, la regué gacho. La obra había estado pesada, el mayordomo gringo nos había puesto a trabajar todo el día sin parar siquiera para botaniar y yo traía un coraje que no se me bajaba ni con píldoras. Me metí al motorhome, saqué mi mercancía, la mejor, la que guardo para las ocasiones especiales, y me armé un gallo que parecía el nepe de Mandingo. Lola y Chata, como siempre, se treparon al sillón desgastado a mi lado, esperando sus croquetas y quizá un poco de la vibra.


Encendí. El primer jalón fue profundo, liberador. El segundo, un viaje directo a la estratósfera. El tercero... pues el tercero ya ni me acuerdo la neta. Me fumé casi todo el troncho yo solo, en silencio, viendo cómo el humo azuloso llenaba el espacio cerrado de la traila, haciendo que la luz de la lámpara se viera como un halo de iglesia. Mis perritas, fieles, ahí se quedaron, aspirando el humo de segunda mano como unas campeonas.


Empezaron las risas. Primero en mí, porque vi a Chata tratar de rascarse la oreja y caerse de lado, como si le hubieran cortado las patas. Lola, la más vivaracha, se quedó mirando fijamente la pared, como si estuviera viendo el canal de las estrellas. Se veían tan grifas, tan horneadas, que me empecé a reír más fuerte. “Éntrenle, morritas”, les dije entre toses, “esto les quita el frío y hasta las garrapatas”.


Debí haber abierto una ventana. Debí haber parado. Pero no lo hice. Me ganó la pesadez, el viaje, y me quedé dormido ahí mismo, en el sillón, con el porro apagado entre los dedos.


Cuando desperté, tenía la boca seca como lija y una paz en el cuerpo que no sentía desde hacía años. El silencio era absoluto. Demasiado absoluto. Por lo general, Lola y Chata ya estarían brincando, pidiendo su desayuno. Me incorporé con un mal presentimiento.


Ahí estaban. Las dos. Tiradas en la alfombra, quietas. Demasiado quietas. Les hablé, les silbé.. nada. Las toqué y estaban frías. El humo, la concentración, su tamaño pequeño.. las mató. Las hornié.


Sentí un vacío en el estómago que ni el mejor gallo podría llenar. Rabia, culpa, una pinche tristeza que me atravesó. ¿Qué iba a hacer? Enterrarlas en esta ciudad de cemento donde no hay ni un pedazo de tierra barata? No. Eso no. Ellas merecían más. Eran mis compas, mi familia. Y en mi pueblo, a la familia no se le entierra y se le olvida. A la familia se le recuerda con un festín.


Sonará enfermo, lo sé. Pero en mi mente, aún nublada por la mota y la pena, tenía una lógica retorcida. No iba a desperdiciar su carne. No iba a dejar que se fueran así nada más. Les hice lo que hubieran querido: les di un propósito.


Les quité la piel con el cuidado que solo un rifado como yo puede tener, las abrí por el abdomen para sacarles todos los bofes y las sazoné con un adobo que me enseñó mi abuela. Les eché todo el amor y la culpa que sentía, y las puse en el horno de mi estufa whirlpool, a fuego lento, por horas. El olor que empezó a salir era… delicioso. Era el aroma de mi infancia, de las barbacoas de los domingos en Ecatepec. Lloré mientras las cocinaba, no voy a mentir.


Al día siguiente, llegué a la obra con un recipiente de plástico enorme. “¿Qué traes ahí, Rifado?”, me gritó el Güero, mi compañero de andamios, oriundo de Monterrey.


“Barbacoa de borrego”, dije, y se me quebró un poco la voz. “De mi tierra. Pa’ la banda.”


Les serví a todos. Se arremolinaron como hienas, con sus tortillas de harina y su salsa Tapatío. No quedó ni un mendrugo.


“¡Órale, Chilango!”, me decía el Güero con la boca llena. “¡Esta barbacoa está con madre! ¿De dónde chingados sacaste una carne tan sabrosa aquí?”


“Es de un animal muy fiel”, contesté, mirando al vacío. “Muy noble.”


Todos me felicitaban, me palmaban la espalda. Era el héroe del día por haberles llevado un platillo que les recordó a su México. Yo solo asentía, con un nudo en la garganta y el sabor amargo de la culpa y el humo de mota aún en el paladar.


Al final del día, recogí el recipiente vacío. Estaba liviano, como mi conciencia ahora. No sé si hice bien o mal. Solo sé que Lola y Chata, por lo menos, alimentaron a unos cuantos paisanos lejos de casa. Y que esta vez, a diferencia de cuando era pollero, nadie se perdió en el camino. Todos llegaron a su destino.


Cortesía de Chilango Rifado.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario